El regalo de Petra

El destino, al que no quiero dar ninguna trascendencia divina o de plan preestablecido, es caprichoso y muy, pero que muy cachondo. Esto es a lo que se ve uno abocado a pensar cuando le pasa lo que me pasó hace poco. El viernes al mediodía emprendí el que estaba llamado a ser uno de los grandes viajes de fin de semana durante mi estancia en Israel: el viaje a Petra. Petra es una ciudad jordana maravillosa cuyo nombre significa piedra en griego -¡ojo al dato!-.

Después de hablar con Avi Schmida, biólogo de renombre –al que cita Selten al recibir su Nobel de Economía- y persona amigable, generosa y entrañable, para pedirle información de cómo ir y qué ver, empecé a programar el viaje. El jueves a las dos del mediodía salió el autobús para ir hacia Eilat, ciudad del sur de Israel a la que llegaría cuatro horas y media más tarde. De ahí, taxi hasta la frontera, cruzar la frontera, dura negociación con los taxistas y, finalmente, taxi hasta Wadi-Musa, ciudad vecina de la antigua ciudad de Petra. Después de tantear un hotel, acabé estableciéndome en un hostal que me recomendó el taxista, muy simple, pero más barato. Salí a pasear por la ciudad para captar un poco el ambiente que se respira en Jordania y para saciar el apetito con un buen shawarma.

Vuelta al hotel, y ¡a dormir! La mañana siguiente debía levantarme pronto para aprovechar el día paseándome entre montes arenosos contemplando viejos templos. Estaba impaciente. Pero algo no iba bien… Empezó con un ligero dolor en la parte inferior del abdomen. ¿Será el shawarma? Pero la cosa fue a más hasta que fui al hospital, donde me inyectaron suero y dos calmantes para apaciguar los dolores más tremendos que he sufrido. Los doctores me confirmaron lo que temía… Tenía una piedra. Ese era el regalo que me tenía preparado Petra haciendo honor a su nombre, una piedra en el riñón.